El otoño comienza a desperezarse como avisando que va a comenzar lentamente su cambio de vestuario en los árboles, en el aire, en la tibieza del sol. El almanaque lo anuncia implacable y coincidente con esta estación aparece un fenómeno extraño.
Una gran pandemia azota de repente al mundo, produce cambios inimaginables, nos hace transitar a todos en un mar de incertidumbres, temores, creencias, predicciones y, paradójicamente nos lleva a una quietud insólita.
Es la primera vez que aparece una situación semejante, un virus poderoso ataca implacable, nos vuelve tan vulnerables que reconocemos indefectiblemente el valor de la vida.
En este letargo forzoso e implacable, cada uno de nosotros hace el recorrido que puede. Las paredes de nuestra casa se estrechan cada vez más, los límites se corren de lugar, las informaciones que nos aportan los medios de comunicación se vuelven vitales para seguir la vida.
La consigna es cuidarnos y cuidar al otro, una premisa que debería ser hábito en nosotros, pero no lo es. La vida a veces nos susurra amorosamente, otras veces nos habla con insistencia, pero no la escuchamos, tenemos mucha prisa. Ahora nos grita. Un grito que resuena con ecos lastimeros su insistencia a vivirla. Llegó el momento de cambiar nuestra mirada y volverla a todos los seres humanos, a nuestra tierra, a nuestra raíz.
En ese viaje está la búsqueda del equilibrio, la esencia de nuestros orígenes, el justo valor de las cosas y el poder apreciarlo, porque es tiempo de recorrer lo que cada uno de nosotros es.
Si bien somos el deseo de los otros, ahora debemos reconocernos como propios, y en ese reconocimiento me urge transitar mis deseos, mis temores, mi ser.
Y entonces, me propongo casi como un mandato, volver la vista atrás. Mirarme en un espejo que me devuelva la imagen del ahora y que en sus biseles no adivine el mañana. Solo mirarme y abrir de par en par la ventana de mi alma para desprenderme de todo lo malo que pueda contaminar la paz interior, porque en este recorrido del tiempo y su monótono devenir descubrí la certeza de que los hechos se van acomodando de acuerdo al propio ritmo de la vida.
Se hace muy necesario disfrutar del hoy. Aprovechar el placer de lo sencillo, de lo inevitable, de lo paciente y guardarlo en cada rincón de la memoria. Eso suavizará la mirada y hará ver el sol en días nublados.
Amar los pasos que se siguen para hacer las cosas, dejar de lado los gastados por la historia, no pensar tanto en el resultado, porque a veces la felicidad está escondida en los granos de arena y no en el ladrillo que edifica la existencia.
Mónica Liliana Bergese
64 años
Docente jubilada
Córdoba, Argent