En la antesala del solsticio, con las últimas puntadas de una aguja gruesa, uní las piezas del primer tejido aventurado por la cuarentena. La maestra de este oficio, mi abuela paterna, emprendió la paciente tarea de guiarme en los inicios y cada vez que mis inseguridades de principiante se encargaban de confundir los pasos.
Poco a poco, en cada punto ensayado, fui anudando una lana mágica que traía hasta mí los vientos cordilleranos y el diario trajinar de las ovejas por los valles catamarqueños. Imaginé por un momento cómo sería la vida en aquellas montañas sagradas para chasquis y pastores. Y, mientras seguía tejiendo, agradecí por el calor de este abrigo a las manos artesanas que lo han teñido con cebollas y lo han bautizado con tierra.
Día tras día, con más confianza en cada punto enlazado, llegué a escucharme en silencio. El arte de tejer había inaugurado un tiempo nuevo. Un horizonte interior para contemplar risas, anécdotas, reflexiones y lágrimas. Un espacio propio donde dialogar conmigo y con otras almas. Una meditación activa que transportó memorias, incluso de quienes ya partieron. Mi abuela materna, otra matriarca de hilos y agujas, me visitó cada vez que miraba la trama, como si los puntos tejidos tuvieran el poder de revivir su presencia.
En la antesala del solsticio, con las últimas puntadas de una aguja gruesa, desaté también los nudos que aprietan mi corazón caminante. Entre el encierro forzado y la pausa de los proyectos, las perspectivas de este regreso se fueron difuminando en el quehacer ajeno y las propias censuras. Una temporada desafiante en un lugar sin pertenencias. El equipaje aún preparado, sin pasajes a ningún destino. Las extensas llamadas para abrazarse con la idea de estar más cerca.
Para quienes miran sin mirar, tejer puede ser un pasatiempo, pero en épocas de creciente incertidumbre, este sacrificio ha sido un remanso de encuentros. Ha sido puerto de mis migrancias. Purgatorio de mis penas. Alas de mis ilusiones. Filtro de mis miedos. Pausa de mis ansiedades. Útero de mis deseos. Mi abuela no se imagina la cura que me ha ofrecido con sus artes. Pues tejer, además, ha sido una bendición para recuperar las palabras.
Laura Judit Alegre
36 años
Traductora de inglés y portugués
Villa Ocampo, Santa Fe, Argentina