Cada vez que encendía la radio y escuchaba
las noticias del mundo,
sentía que las palabras describían hechos
ocurridos muchos años antes.
Aunque sabía que estaba en el presente,
la sensación de estar contemplando desde el futuro,
y que éste presente-pasado
le resultaba tan antiguo que hasta los horrores
cotidianos que en otro momento
lo hubieran llenado de furia, le parecían remotos,
como si la voz de la radio
leyera la crónica de una civilización perdida.
Paul Auster
I
La aldea se extiende a lo largo de ambas márgenes de una ruta provincial. Es el único acceso de entrada y de salida. Hacia el norte y hacia el sur la noticia de lo extraordinario y fatal que ocurría en nuestro paraje llegó a las autoridades. Se ordenó la cuarentena. Nadie podía entrar ni salir de ningún modo. Solo un helicóptero del cuartel central de bomberos provincial descendió con dos funcionarios del ministerio de salud de la nación. Los cuatro tripulantes de la máquina estaban vestidos con trajes similares a los de los astronautas; que vimos tantas veces en las películas viejas.
Examinaron un cadáver sobre el escritorio del intendente. El funcionario había logrado sellar puertas, ventanas y toda hendidura de su oficina. Se comunicaba por el teléfono oficial y no paraba de contestar llamados de distintas partes del país y del mundo. Los funcionarios eran, sin dudas médicos forenses y encontraron una pequeña hinchazón similar a la picadura de un mosquito. No necesitaron ver otro cuerpo. Se despidieron del jefe y subieron al helicóptero que dio dos vueltas sobre el pueblo; y algo pasó.
El piloto perdió control de la nave. Cayó en un barranco a escasos quinientos metros del helipuerto improvisado. Ninguno sobrevivió. Es probable que hayan podido pasar las novedades antes de caer. Esa fue la primera vez que ingresaron.
Intentos de salir hubo varios; todos fallidos.
II
Langostas y mosquitos depositaron sus larvas en cada rincón oscuro y húmedo que encontraron. Por la falta de lluvias, en ese verano del veintinueve, no había agua donde hacer nidos. Pero los vecinos les ofrecieron millones de nueces esparcidas por doquier, ya abiertas y con cierto grado de humedad y ahí ocurrió la gestación.
Los unos y los otros dejaron sus huevos y larvas. Un extraño alimento de tanino, restos de la lluvia ácida caída en esos días, y los rayos radioactivos de la luna llena hizo el resto. Una mutación comenzó a fecundarse dentro de aquellos esféricos y minúsculos ambientes.
Unos científicos contratados por la empresa que se llevó la madera de los nogales publicó años después, una explicación posible. Ambas larvas morían como efecto de aquel alimento, pero antes de desvanecerse ya sin oxígeno, se apareaban en el último suspiro. Engendraban una célula de ADN múltiple apta para recibir ese alterado y suculento alimento activo. Una luna después, los extraños insectos salían de a miles de cada nuez, tenían alas inútiles ya que saltaban como langostas del tamaño de una pulga.
Lo que nadie explicó hasta el presente es por qué su picadura ínfima era simplemente mortal. Una sola punzada era suficiente. La víctima no tenía tiempo ni a rascarse porque no lo advertía.
Las personas caían casi al unísono de las picadas. Los invisibles asesinos atacaban en pequeños enjambres saltarines, casi imperceptibles. Ingresaban a una casa o a un negocio y minutos después nadie sobrevivía.
Los primeros en ser atacados fueron unos niños que jugaban en la calle, hombres y mujeres que caminaban. Clientes en los distintos comercios.
En la mañana del primer arrebato de estos mutantes, murieron más de veinte personas que estaban en distintas partes del pueblo. No se pudo advertir a nadie. No se comprendía lo que estaba pasando. Todos corrieron a sus casas y se encerraron como un reflejo atávico y aterrador.
Alguien dijo la palabra peste y su terror ancestral corrió como reguero de pólvora. Los transportes públicos cargados de vecinos asustados gritaban y al otro día ningún ómnibus, ni camión, ni vehículo de cualquier clase entró a la localidad. Algunos propietarios de automóviles intentaron salir pero no lo lograron.
Durante la noche los bichos no atacaban.
III
Las paredes aún conservan un tenue color maíz. La arcada de la galería de entrada tiene restos de pintura descascaradas, como si los insectos mortales, que diezmaron al pueblo, hubieran anidado entre los ladrillos y el revoque.
Una vez que abrí la puerta y entré a la casa, supe que debía hacerlo.
Había pasado casi diez años de aquella calamidad.
El recibidor es pequeño. Una puerta cancel habilita el acceso a un ambiente de tres metros por dos. Hay percheros. Uno de pie de madera lustrada, otro detrás de la puerta amurado a la pared.
En cuanto entré, su voz, como si no hubiera pasado el tiempo, me recriminó. Vos sabías lo que iba a pasar y aun así no permitiste que los vecinos entraran a la casa. No. Le dije casi en un grito sordo que solo mi corazón podía oír.
En este paraje solo viven algunos jóvenes que han decidido comenzar de nuevo después de lo que ocurrió. Lo están logrando. Ya ha vuelto a parar el micro y dos o tres casas se han vendido a extranjeros. Todo podría volver a recobrar vida en este pequeño valle. Aunque el arroyo sea un reguero de piedras y de los cerros solo bajen serpientes y culebras en busca de sapos y ratas.
Me negué a seguir oyendo su voz. No fue mi culpa, pensé nuevamente como lo vengo haciendo hace tantos años. Debo resolver esta pena que me acompaña como una sombra de mediodía.
Los años felices pasaron muy rápidamente desde que habíamos elegido este lugar para vivir. Este páramo fue soñado antes que descubierto. Hoy parece todo una ingenuidad como efecto de un extravío, que trata de aliviar la memoria. Más que bronca da pena.
Ningún lugar del mundo podría salvarse con lo que hemos hecho sobre la tierra.
Hay cierta idea de aislamiento en el pueblo. No solamente por las sierras bajas y las altas cumbres que rodean la pequeña comarca. Los residentes son una centena de muchachos y chicas que se conocen perfectamente. Estos jóvenes no recuerdan lo que ocurrió aquí.
Es una amnesia colectiva o una decisión de olvido.
Todas las comunas están en la misma circunstancia de abandono, desierto y desolación. Pero ninguno de ellos sufrió la plaga que nos hizo, casi, desaparecer del mapa. Más que habitantes son sobrevivientes.
IV
Un viejo cuadro al óleo de un artista local, retrata el filo de los cerros. Un sendero interminable que se pierde difuso junto a un arroyo y el triángulo abierto en la roca milenaria a modo de ventana. Veo una panorámica de todo el valle. Se distingue el contorno de lo que fue el lago. Me distraigo unos segundos ubicando el lugar.
Un olor a espinillos florecidos acude en mi ayuda rápidamente.
Me quito el abrigo y lo cuelgo en los antiguos ganchos de herraduras moldeadas. Una planta que no reconozco muere seca en una maceta de pie metálico, la tierra se ve dura y gris.
Remueve la tierra, échale agua y déjala al sol. Me lo ordena en silencio el corazón. El cuerpo obedece. Remuevo la tierra. Echo agua y la saco del recibidor. Espero no olvidarla allí. Antes de hacer lo que debo, voy a plantarla en la tierra. Si sus raíces logran asirse antes del plenilunio tendrá alguna esperanza para resistir. Si prende lo tomaré como una señal tuya, me digo levantando las cejas para buscar el cielo raso.
Hoy comienza la luna amarilla creciente. Tendré que entrar la planta antes de los primeros destellos de su luz radioactiva. Pienso en las raíces del pequeño arbusto tratando de ceñirse a la vida.
Cuando aún nos visitaban los amigos aquí, en esta angosta pérgola, les daba un abrazo al recibirlos y otro en la despedida o un beso a los más queridos. Hoy todo eso es una rémora, ya nadie se abraza.
La antesala es un buen lugar para hacerlo. En cuanto entren me verán allí y no hará falta recorrer la casa en búsqueda de otras morbosas señales. De todos modos debo dejar impecable cada rincón, como lo dejaba ella cada vez que salíamos. Aun no sabiendo cuándo volveríamos, en un mes, en varios meses o en la próxima temporada. Ella limpiaba durante horas antes de marcharnos. Era una forma de alargar la despedida. Yo le decía, no es necesario que te canses, que los pisos queden encerados, los muebles lustrosos. El viento entrará por las rendijas, por debajo de la puerta o a través de los marcos de las ventanas y ensuciara todo nuevamente. Regañando me reprochaba que no cambiara los viejos burletes de las aberturas y que cada vez que volvíamos estaba todo tapado con esa tierra fina que parecía una fécula.
Miro el techo y los tirantes no dejan ni un resquicio de luz entre ellos y las tablas del enmohecido machimbre. Yo mismo los clavé hace más de treinta años. Ahí están, firmes y fuertes.
Cuando compramos la casa, el tejado estaba maltrecho, con cientos de tejas rotas. En la tarea de cambiarlas notamos que los tirantes y el bastidor estaban podridos en varias partes. Tomamos la decisión y cambiamos casi completamente el techo colonial por chapas galvanizadas pintadas de verde; bien a la moda.
La casa quedó hermosa, como rejuvenecida. La mano de obra era tan cara y pedimos tantos presupuestos que cada contratista, albañil, techista que se presentaba fue dándome instrucciones de lo que había que hacer. Yo fui tomando nota. Con los últimos que vinieron, para tomar el trabajo o presupuestarlo, tuvimos conversaciones técnicas de igual a igual; es que había aprendido de las observaciones que hacían todos respecto de lo que era correcto hacer. Y al final me decidí. Ella me preguntó, estás seguro que te animas a cambiarlo vos. Seguro de mí intrépida temeridad le contesté que sí, que si ella me ayudaba lo haría y nos ahorraríamos una buena cantidad de dinero; así lo hicimos. Era mi ayudante, guía y correctora, la consultaba cuando tenía dudas o cuando se presentaba un problema de ángulos, cortes, enmiendas, reemplazos; juntos lo hicimos. Cambiamos ciento cincuenta metros de techo, y ahí está firme aun, como si no hubiera sufrido alteración alguna por la peste.
Por lo que sé muchas casas fueron huéspedes de esas larvas que mutaron misteriosamente. La nuestra no, ni tampoco la escuela. El profesor que vivía en el chalet de al lado me vio pintando las maderas antes de colocarlas y eso le llamó la atención y pidió entrar a mirar lo que hacía. Habló de cualquier cosa hasta que se atrevió y me preguntó. ¿Con qué pinta los tirantes y el machimbre vecino? No dudé en indicarle que era una suerte de fórmula familiar que me había enseñado mi padre y a él el suyo. ¿Quién iba a decir que esa sería la manera de enfrentar la epidemia del mosquito saltarín que parecía una langosta microscópica?
El tipo insistió tanto que tuve que decirle cómo estaba compuesta. Me dijo que era el director de la escuela secundaria y que estaban cambiando el techo con un presupuesto muy reducido, y que si podía evitar gastar en lacas é impregnantes; lo estaría ayudando mucho. Al final le di los ingredientes y le expliqué el procedimiento. Se saludaron con mi esposa como si se conocieran. Una vez que mi curioso vecino se fue, traspuse la puerta vaivén y entré al living; como ahora mismo lo hago en esta soledad y en este silencio.
V
Las dimensiones de este ambiente siempre me parecieron exageradas. Por entonces queríamos recibir visitas, organizar fiestas, encuentros de artesanos, músicos y poetas. También queríamos pasar películas, vender café y bebidas. Que nuestra casa fuese sede de talleres populares de pintura, tejido, tai chí chuan, folclore o lo que estuviera interesado, el vecindario o la comunidad. Para eso haríamos encuestas y determinaríamos cuáles eran los intereses del resto de los habitantes del pueblo; traeríamos especialistas que se pagarían comunitariamente y nuestro living sería una especie de centro cultural. Pero todo aquello no resultó. Nunca pudimos establecer cuáles eran los gustos de los vecinos de nuestro paraje. Pero lo que sí logramos comprender era que lo que teníamos para ofrecer no era del agrado de los nacidos y criados en este lugar. Como primer intento dictamos unas clases gratuitas de cuento y poesía, y nadie acudió.
Luego intentamos con tejenderas de las sierras. Salimos eufóricos y seguros a invitar. Esta vez la pegamos, me dijo ella, y fuimos casa por casa avisando, pero las vecinas más viejas conocían todos los trucos del telar artesanal, el teñido con tintes naturales, el hilado con uso y con rueca.
Nadie vino a nuestro “living cultural” y así quedamos viéndonos a las caras con aquellas abuelas tan entrañables que se quedaron más de una semana. Les dimos alojamiento, de comer y beber a ellas, a sus hijas y a sus nietos. Después de marcharse tuvimos que tironear con nuestro presupuesto mensual hasta cobrar los subsidios con los que sobrevivíamos.
También proyectamos cine internacional, documentales y filmes de cine de arte de los cuáles nadie tenía copias, hasta que años después, se popularizaron las comunicaciones virtuales y todos podían ver las películas que deseaban. Pero nosotros insistimos en aquel tiempo con el super ocho que hacía más de cincuenta años que no se usaba, o el proyector contra la pared blanca, que ya no es ni gris de tierra. Todo aquello era una antigüedad que a pocos interesaba y nadie asistió a nuestros eventos.
El cuarto de cinco metros por doce es más que una sala de estar. Sin embargo nos pasamos casi todas nuestras vacaciones y fines de semana largos ahí, especialmente al principio cuando aún no nos mudábamos permantemente. Los primeros inviernos fueron muy duros. Acá nadie construía ambientes tan enormes y la razón era lógica. No había manera de calefaccionarlos; antes que el clima cambiara definitivamente, y desaparecieran las estaciones, como parte de las primeras consecuencias que vivimos en los años iniciales de la década del veinte.
El hogar a leña en uno de los lados y enfrente la salamandra española con puerta de vidrio, que habíamos comprado en una casa de antigüedades de la ciudad; cumplían su cometido de sobras.
Disfrutamos casi diez años de esos inviernos fríos con de los ventanales fijos con vista a las sierras. Era tan agradable estar en nuestra casa que los vecinos comenzaron a visitarnos con más y más frecuencia; a veces parecía que se turnaban; siempre estábamos acompañados. Había días que recibíamos tres o cuatro visitas entre la mañana y la noche; y debíamos insistir en que era tarde, que debían irse por que había que descansar para el próximo día. Al día siguiente volvíamos a comenzar con la galería de atentos visitantes que circulaban por la casa. Todo esto hasta que comenzó a trastocarse el clima y las nieves de primavera, que nos parecían bellas e infrecuentes al principio, en el mes de octubre; luego sucedieron en pleno enero. Después de aquellas alteraciones los cambios en la flora y la fauna se dieron bruscamente.
El frío helado llegaba en cualquier momento del año. Luego fuimos acostumbrándonos a eso. Nuestros problemas para calentar la casa fueron agravándose. La madera de los árboles que se había tirado por el riesgo que representaban para nosotros y para los vecinos, se acabó. Eran antiguos pinos y cipreses de casi treinta metros. Tuvimos que voltearlos cuando en casas vecinas destruyeron propiedades, si mal no recuerdo eran los últimos gigantes verdes que superaban el campanario de la capilla.
Toda esa leña nos resolvió el costo de calefacción por varios años; luego fue terminándose; consumiéndose para ambientar nuestro frustrado living. La calidez de la casa no era solo por el fuego de las salamandras y el hogar sino por la simpatía y bondad de su anfitriona.
Los primeros signos del desastre se hicieron notar rápidamente. Comprar madera para quemar se fue haciendo imposible y aun cuando seguía siendo más caro que el gas. Luego que todo colapsó. Aún entonces ella seguía compartiendo todo lo que teníamos, hasta el agua cuando comenzó a escasear.
VI
El director de la escuela vino un domingo y sin más vueltas me preguntó. Yo le dije que debía darle dos manos a los tirantes y a todas las maderas del techo. La primera fórmula era muy sencilla: dos partes iguales de vinagre de alcohol, una especie de sopa de raíces de jarilla y los frutos verdes del paraíso. Debía impregnar y dejar secar. La segunda mano, una semana después, con un fluido compuesto de un litro de pintura asfáltica por cada diez de gasoil.
Cuando se cambió la cubierta del edificio escolar se cumplieron los pasos que había dado a mi vecino. Esto salvó a todos los niños y las demás personas que estaban allí, el primer día del ataque inicial.
La cuarentena debieron cumplirla en la escuela, los alumnos de los grados inferiores que cursaban a la mañana, muchas de las madres de aquellos niños, las maestras y el director.
Resistir los veintiún días que duró el aislamiento fue muy difícil para ellos. Aunque el comedor estaba aprovisionado de alimentos no perecederos. La tarea fue contener a más de treinta pequeños y veinte madres. Algunos niños vieron a sus familiares, a través de las ventanas, desvanecerse en los patios y veredas del establecimiento. Caían desplomándose como edificios dinamitados en sus bases. Las personas eran torres en implosión.
El estupor que causaban aquellas escenas se multiplicaba en gritos. Despertó una locura colectiva que se extendió los dos primeros días. Se turnaban para estallar en exclamaciones de desesperación por la incomprensión de lo que estaba ocurriendo.
La radio, días después, comenzó a dar noticias de la terrible situación de nuestra comunidad. Sucesos parecidos estaban ocurriendo en muchas partes del planeta.
Pasaban informes de expertos chinos, algunos traducidos al inglés otros en español, de temas relativos a la contaminación ambiental. Daban cuenta de experiencias similares de mutaciones, variaciones genéticas de alimentos, vegetales y animales.
Se habían dado ya, en remotos lugares del mundo, intoxicaciones masivas con alimentos que se volvían venenosos sin revestir síntomas, aves que defecaban ácidos y fluidos letales, nubes de gases de toxicidad mortal.
Extraños e inexplicables contingencias que se reiteraban por doquier, como consecuencias de la contaminación global que estalló apenas comenzaba el dos mil diecinueve.
Siempre creíamos que el encierro geográfico de nuestro valle podría demorar las consecuencias de los eventos autodestructivos de la humanidad. No teníamos conciencia. Vimos con nuestros ojos secarse los ríos, los arroyos, hasta el dique grande se convirtió en un fangoso estanque de agua sucia. El lago se transformó en un totoral y luego también fue escurriéndose hasta quedar solo tierra, arena y piedras.
Las noticias se escuchaban en la sala de maestros pero después de los primeros quince días nadie quería entender cuáles eran las causas, todos deseaban lo mismo; salir de allí. Los primeros valientes lo intentaron sin éxito. Así vieron morir ante sus ojos al portero y a una docente. No tenían noticias de su familia desde que había comenzado todo y estaban desesperados por ir a sus domicilios.
El director y una maestra joven fueron los encargados de mantener el orden. Así lo hicieron mientras pudieron. Daban las indicaciones de lo que debía hacerse a cada hora. Las dos cocineras y una portera estuvieron al mando de la maestra con mayor antigüedad para organizar las comidas que fueron racionadas. Dos madres muy desenvueltas, una vez que superaron el llanto de las primeras horas, se ocuparon de acondicionar el salón de usos múltiples como dormitorio. Las colchonetas del gimnasio, las cortinas del escenario y otras telas sirvieron para improvisar camas.
Maestras y madres organizaban juegos, canciones, proyectaban películas y presentaban breves obras de teatro, que calmaba a los niños.
Parecía que estaban a salvo dentro del edificio. Los minúsculos insectos mutantes no ingresaron por las puertas, ni por las ventanas mal selladas del establecimiento.
En reunión de docentes el profesor explicó su teoría. Creo que lo que nos está protegiendo es el saneamiento de las maderas del techo. Primero algunas maestras en medio de la perplejidad rieron. Otras le buscaron distintas explicaciones pero pronto coincidieron con el director.
Los que salieron del edificio de la escuela murieron inmediatamente al trasponer la puerta de calle. El resto de las viviendas y negocios fueron asaltados por los microscópicos asesinos.
Mi casa fue el otro refugio.
VII
El estado tomó conciencia de la gravedad del asunto casi inmediatamente, como si hubiera tenido información de antemano. Camiones y otros vehículos del ejército cortaron todo acceso al pueblo. Literalmente una cuarentena se determinó cómo única política para resolver nuestra tragedia.
Al principio enviaron helicópteros a investigar. Un segundo aparato solo sobrevoló el poblado durante las tres semanas que duró la epidemia. Se alternaban entre las tres fuerzas armadas para custodiar a la población. El aparato azul, seguramente de la aviación, distribuía inútiles insecticidas en aerosol que dejaban caer sobre los patios de las casas, los techos de los edificios públicos y hasta en las calles.
Las enormes cajas de madera cubiertas en goma, en las que enviaban alimentos, rebotaban varias veces en el piso antes de detenerse. En algunas ocasiones las vimos brincar hasta romperse y desparramar aerosoles, remedios, ropa y latas de comida.
Todo caía en las calles y en los patios de las casas que resistieron como pudieron los ataques de los primeros días. La precariedad de las viviendas fue determinante. Los habitantes de las construcciones más humildes estuvieron entre las víctimas de las horas iniciales.
Los insectos ingresaban por las hendijas de las ventanas y las puertas. Nubes grises de la mortal picadura envolvían las viviendas y por algún lado entraban. Todo fallecía a su paso.
Tanto en la escuela como en la casa se llegó a la misma opinión: las pequeñas sabandijas asesinas tenían corta vida. Cualquier animal o humano que tomaba contacto con sus frenéticas embestidas moría en la agresión. También notamos que a medida que pasaban los días eran menos frecuentes las embestidas y los enjambres eran más ralos.
Casi imperceptibles podía notarse su avance hacia un lado o hacia otro en grupos de incalculables cantidades.
Después supimos que las autoridades tenían cierto control de lo que ocurría. Los ataques de los pequeñísimos mutantes se producían muy cerca de donde se gestaban. Las autoridades debieron llegar a la conclusión de la imposibilidad de aparearse y reproducirse de estos insectos. Es decir, que si resistíamos solo era cuestión de tiempo y aislamiento.
Podríamos salvarnos. Estas eran nuestras tesis, pero hubieron de morir muchas personas para comprobarlas, casi la totalidad de los habitantes del pueblo.
Nos habrían dejado morir a todos si eso hubiera sido necesario para evitar que esos bichos salieran del poblado. Por otro lado, si bien era singular el fenómeno, tenía mucho en común con otros episodios mundiales que los gobiernos esperaban. Los epicentros de estos anómalos sucesos ocurrían en forma focalizada e irrepetible.
La política del gobierno nacional era el encierro y la clausura. Que sobrevivieran los que pudieran hacerlo sin otra intervención que la provisión de alimentos y remedios.
El pueblo está a más de mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Hacia ambos lados la ruta desciende bruscamente. Nadie había cortado nogales más allá de Pueblo de Paso, nuestra pequeña localidad. Esto quería decir dos cosas. La primera que los jefes locales fueron los responsables del negocio con la empresa deforestadora. La segunda que la mutación ocurrió solo dentro de los márgenes de nuestra aldea.
A medida que la ruta se extiende hacia los límites sur y norte, respectivamente, no había quedado ni un solo árbol de esta especie para cortar y vender. Por ello el terrible incidente solo ocurrió en las cercanías de las devastadas plantas de este fruto que se volvió hotel y huésped del engendro.
Los cuerpos de los muertos permanecieron en los lugares donde fueron atacados. La noche del día número quince un helicóptero verde volvió a establecer contacto directo con los habitantes, al menos con los que habían sido habitantes locales. Dos hombres con escafandras enormes y trajes blancos tocaron suelo y cargaron los cadáveres en una suerte de red instalada en los patines de aterrizaje de la máquina. Levantaron del patio, de la vereda y del frente de la escuela, los que seguramente eran familiares de los alumnos. Alguien debió comprender que los cuerpos infectados ofrecían posibles complicaciones o al menos los retiraron de la vista de los niños.
El director y su joven ayudante vieron el operativo desde la ventana de la oficina. Uno de los soldados tropezó con el tren delantero de su nave y cayó al piso rompiendo la máscara de acrílico que llevaba puesta. Los insectos no lo atacaron. La pareja tomados de la mano miraban atentos los movimientos de ambos intervinientes, esperaban las picaduras y la caída mortal del soldado. No ocurrió.
Estaba confirmado; los insectos no atacaban de noche. Esta información podría haber sido de suma importancia. El director lo analizó durante más de un día con su compañera y luego en reunión con todos los adultos que sobrevivían en el edificio escolar. Él proponía pasar por las casas avisando esta notable nueva posibilidad para enfrentar la crisis.
El hombre tenía la certeza de que nuestra vivienda estaba también a salvo de los mutantes. La única forma de comprobar que estaba en lo cierto era tomar contacto. Así lo intentó y les costó la vida; a él y a mi mujer.
VIII
Comenzó de Este a Oeste. Subió a las primeras lomas de las sierras altas. Senderos y caminos de los antiguos pobladores de las pampas de arriba. En medio de la oscuridad, pero sintiendo la vida latir bajo sus pies. Encontró muerte y podredumbre en cada una de las viviendas. Nadie había logrado sobrevivir. Caminó por las angostas picadas que conocía de memoria y tropezó varias veces con los cuerpos. Luego comenzó a gritar cuando se acercaba a las propiedades que conocía desde niño. En algunas casas solo gritaba y el silencio le volvía como estocada de soledad al corazón. Nadie en las laderas del oeste y así pasó gran parte de la profunda oscuridad de esa noche.
Solamente la ternura de la joven que lo acarició antes de salir de su despacho, lo acompañaba. Ella se quedó en su piel, su olor estaba en sus manos, en la boca su sabor. La muchacha que lo asistió todo el tiempo, lo amaba desde que trabajaba en su escuela aunque sabía claramente que tenía una relación con una mujer de su vecindario. Él siempre la había ignorado. Antes que el profesor se marchara lo tomó de ambas manos y lo condujo a la oficina. Él trató solo una vez de alejarla con sus brazos, pero la joven insistió y se amaron antes de despedirse sobre su antiguo escritorio.
Eran las cuatro de la madrugada y debía decidir seguir con ese inútil recorrido por las casas de las personas muertas y volver a la escuela a dar el parte de desolación que halló, o acercarse hacia el extremo Este del pueblo, a nuestra casa y así lo hizo.
Cuando el profesor llegó a la madrugada del día dieciocho, el alba enrojecía el umbral. Lo vimos por las ventanas. No quise abrirle la puerta. Dudé por unos minutos y el sol salió mientras recorría el jardín buscando hacer contacto visual con nosotros.
Mi mujer lo vio desesperarse. Me gritó que le abriera la puerta. Volví a dudar suponiendo que con él vendrían más personas o incluso algún insecto a mordernos, a picarnos y a terminar con nuestras vidas. Tuve miedo. No había lugar para él en nuestra casa. Lo vimos desplomarse. Ella abrió la puerta. Yo me quedé perplejo ante su exclamación de amor hacia él. Mí amor, gritó. No alcanzó a tocarlo con sus manos solo cayó muerta sobre él.
El día nos impedía movernos y nadie lo hizo, ni las personas de la escuela, ni yo que estaba solo en esta casa que fue mi refugio entonces y lo será para siempre.
Esa mañana, y toda la tarde, los helicópteros sobrevolaron muy bajo como queriendo hacer un acercamiento con los sobrevivientes.
La noche del día veinte dos ruidosas y gigantescas máquinas de color blanco evacuaron a los niños y a los adultos que resistieron en la escuela. Nadie podía sospechar que había un sobreviviente más. Al día siguiente abrí la puerta esperando ser alcanzado por el mortal embate de esos bichos venenosos pero no ocurrió, caminé despacio hacia la calle esperando el golpe final y nada.
Llegué a la ruta y decidí caminar hacia el sur, atravesar de punta a punta el pueblo. El hedor me empujaba hacia las afueras. En sentido contrario entraron camiones de la morgue de la ciudad capital, carros de bomberos de los pueblos vecinos, y obreros caminando junto a una máquina escavadora, todos en dirección al centro del poblado.
Cuando llegué al operativo de cerrojo las autoridades me miraban como a un conejillo de indias que confirmaba que la crisis de los insectos mutantes había terminado.
IX
Durante los días de nubes marrones el sol apenas brillaba a través de la espesa manta que cubría casi un hemisferio. Por las noches producía una luz amarilla. La luna llena, se había comprobado, emitía un leve efecto radioactivo sobre los seres vivos y los alteraba de distintas maneras. La primera vez este fenómeno duró unos meses, luego fue siendo menos frecuente. Hace años que ya no ocurre, pero el temor y los cuidados cambiaron las costumbres de la humanidad entera.
Por aquellos años de la mutación de los insectos habían dejado de existir los teléfonos fijos y la telefonía celular. Todos nos acostumbramos a no contar con esos aparatos. No puede haber sido solo una coincidencia. En ese tiempo el sol y la luna afectaron violentamente con su incidencia alterada. Destruyeron los satélites orbitales de todos los países, y las empresas de comunicaciones suspendieron los servicios.
Solo bases militares de los países centrales estaban en condiciones de enviar satélites a las orbitas respectivas. Aunque estos permanecieran poco menos de veinticuatro horas en la atmósfera.
En Alaska y en Antártida se instalaron lanzaderas de los estados aliados en nombre de las empresas a las que representaban. La liga asiática tomó la iniciativa enviando dos satélites astronómicos semanales al espacio a fin de controlar las comunicaciones.
La destrucción se anunciaba como un final cósmico. Todo parecía desmoronarse globalmente. Estos eran los discursos del poder, siempre apocalípticos o malthusianos.
Pero lo que más llamó la atención por esos tiempos fueron las actitudes que dieron en llamarse “alternativas”. Millones de personas en todo el planeta buscaban una forma de resistencia claramente individualista. Eran pacíficos rebeldes que no aceptaban la responsabilidad del fin del mundo, ni proponían salida colectiva. Se alejaban de los centros urbanos. Producían sus alimentos y sus ropas. No dependían ni en lo más minúsculo de las políticas del estado. No consumían nada que altere sus planes y lógicamente que pudiera dañar el medio ambiente.
El mundo comenzó a ampliar estas visiones como realidades de una “nueva”, nueva era.
El sistema solar se había enfermado y luego fue encontrando su cura. Hoy la naturaleza está recuperando su fuerza. Los conservadores han vuelto a encender sus máquinas del progreso. Los alternativos caminan despacio entre la huerta y la vivienda de barro. La casa tiene otro valor desconocido para el capitalismo.
Esta casa vuelve a ser el posible templo de la salvación, al menos de la propia salvación.
Los habitantes de este paraje de paso al menos lo intentan.
Nadie puede afirmar, ni negar, que crisis como aquellas del 2029 puedan reiterarse.
Siempre me he preguntado si el trauma puede olvidarse. La respuesta me la trajo un viejo cuento de Borges en el que el personaje dice en un párrafo: “mi memoria es un vaciadero de basuras”.
X
Como en todo epílogo la intención es resumir a modo de cierre, si es esto acaso posible, la propia historia del presente o al menos el propio presente de esta historia.
Se Preguntó, como tantas veces en esos días: ¿La restauración del mundo no es acaso la restauración de la humanidad? ¿El mundo no son todas las personas que habitan en él? ¿O el mundo son las personas que habitaron acá, y solo ellas? ¡Mi mundo! ¿Es ese acaso mi mundo, el lugar donde elegí vivir y a donde quiero quedar? No me respondí, solo pensé mientras esperaba a los jóvenes del poblado que vendrían a visitarme porque los cité, casa por casa, con pretexto de una cena de celebración y reencuentro.
La humanidad puede funcionar muy bien para algunos sin la más mínima representación de una memoria del futuro.
¿Acaso el hombre más remoto del que tengamos noticias no vivió más que el día a día, durante miles de años? ¿No fueron la aparición de sus organizaciones tribales, clanes, luego estatales, las que le dieron al individuo idea de la existencia de un pasado?
¿El uso del fuego, el arte remoto y el propio respeto a la muerte no fueron antecedentes de la historia, de la historia como un lugar, como una noción, donde buscar las culpas del presente? ¿Es posible aprender y aprehender de lo que hice ayer, de lo que hicimos ayer, de lo que hizo la humanidad entera ayer? Yo creo que no, y vuelvo a mirar el techo que tanto tuvo que ver con el desenlace de aquel episodio brutal de mutación y muerte.
¿Son estos jóvenes, que me visitarán amablemente en un rato, responsables de la ausencia de memoria? Seguro que la respuesta es no. Yo soy mi propio enemigo, como representante del pasado del hombre. Soy mi propio Némesis y el causante de todos los males del linaje humano. Tuve sin saberlo la respuesta en mis manos. Los vi a todos muertos, en las calles, las casas, en mi propio patio, como vi a mi mujer y a su amante.
Yo estaba más muerto que ellos.
Fueron llegando los muchachos. Era una cantidad menor de lo que pensé. Hombres y mujeres muy jóvenes. Luego comprendí que eran una suerte de coordinadores o líderes de cada pequeña comunidad que habitaba el pueblo. Algo así como los responsables de cada casa.
Los recibí en la entrada como antes lo hacía con los amigos y fueron ingresando. Ellos miraban la estructura de la construcción, cada ambiente, el fondo la vieja ciénaga cargada de hojas y sapos. Supuse que no habían tomado esta casa por la misma razón que no lo hicieron con la escuela; eran parte de lo olvidado.
Se fueron sentando alrededor de la mesa que armé en el living y cuando me confirmaron que no vendría nadie más, noté que eran doce, como la escena cristiana de la despedida y el sacrificio. ¿Quién sería el Judas entre ellos? Eso es otra historia. No ésta.
Todos sabían claramente quién era yo, pero ignoraban para qué los había invitado. Hablamos de la situación política de la provincia, el estado nacional, de los nuevos reordenamientos; de las exigencias hacia ellos como una nueva comunidad como sobrevivientes. Todo aquello no les interesaba. No se reconocen sobrevivientes de nada. Nada que venga de la experiencia local. Nada que venga del pasado. Solo se comprenden así mismo como habitantes, gestores de vida, de arte para los niños y de alimentos para todos los días. Los escuché hablando de sus alternativas para resistir a todo embate del “afuera”.
Por mi parte aventuré un análisis de cómo veía que los estados nacionales recuperaban sus ambiciones, antiguos y nuevos conflictos internacionales. Las futuras posibles guerras. Las noticias en materia tecnológicas a nivel global. Nada de aquello alteraba sus ánimos.
Cenamos, bebimos, les ofrecí la casa como un aporte a su vida comunitaria. Les pedí que fuese un lugar de encuentro paras sus reuniones, talleres creativos, sus fiestas o para lo que quisieran. Aceptaron gustosos. Los saludé en el umbral del recibidor y se marcharon.
Después de limpiar todo, cerré la puerta desde adentro y me decidí a cumplir con lo que me había propuesto al volver a la casa.
Publicado en Facebook en capítulos diarios durante diez días, como un ejercicio de narrativa fantástica entre amigos escritores; en el año 2015
Ricardo Di Mario
Profesor de Historia. Escritor
61 años
Oriundo de Buenos Aires, residente en Traslasierra, Córdoba, Argentina
Ricardo Di Mario, nació en 1959 en Buenos Aires, vive en Traslasierra, provincia Córdoba. Es profesor en Historia, Licenciado en Historia (UNLU), Maestrando en Cs Sociales (UNGS). Dirigió entre los años 1990/94 la revista de literatura, historia y actualidad El Callejón. Ha publicado artículos en revistas de historia y política en las respectivas universidades a las que estuvo vinculado. En formato libro ha publicado ensayos, antologías y poemarios. Liebres. Editorial Último Reino (2001). Guadal y otros fantasmas. (2012). Aletheia y otros poemas” Ediciones del Callejón (2015). Juan Gelman. Historia y palabra en el cuerpo del poeta. Ediciones del Callejón (2016). Frondizi. El Golpe Final” Círculo XXI (1991). Tensiones entre presente y pasado. La Plata. Comisión Provincial por la Memoria (2007). El origen, la alianza y la ruptura del PRT. Tierra del Sur (2009). Los Hornillos en la voz de los mayores. CONABIP (2014). Memoria del Valle. Ediciones del Callejón (2017). Publicó recientemente el poemario El Mundo Circundante en Alción Editora (2018) y la novela Juan, el Olvidador en Ediciones del Callejón (2019) que estará presentando en la segunda mitad del presente año. Coordina el café literario La Noche del Búho en la zona de Traslasierra. Es titular de la editorial Ediciones del Callejón.